Arriba del todo mi firma a la izquierda y a continuación a su derecha el título Diario de un Nac Mac Feegle. Justo debajo pone blog personal. Todo ello en letras negras. Debajo de todo eso mi cabecera, alargada y estrecha, ocupa todo el ancho de la página: DIARIO DE UN NAC MAC FEEGLE escrito con la curva adecuada para que formen el símbólo del infinito. A su derecha una media luna que lo bordea. Colores verde, naranja y marrón claro. A la izquierda del todo y abajo una foto de mi cara dentro de un circulo en plan avatar, todo ello sobre fondo negro. Debajo de esta cabecera ya viene el texto en letras negras sobre fondo blanco. Abajo del texto en mayúsculas pone LEER COMPLETO EN y una mano que señala en la última fila de abajo soyaspieyque.com que está escrito con los colores de la cabecera y a su derecha el mismo infinito también de la cabecera. El texto central de la imagen dice: je... jeje... jejeje... ¡LOS COJONES! No, eso a ti no te pasa y estamos hasta las mismísimas pelotas de escuchar semejante afirmación. ¿Cómo te atreves a decir que no siento lo que digo que siento? ¿Abrimos melón? Ahí va

¡Bah, eso a mí también me pasa!

Recuerdo la primera vez que trabajé, allá por la época en la que las pandemias, el reggaeton, los tertulianos de la sexta noche y otros grandes males de la humanidad aún no existían, llegar muy orgulloso al fin de mi primera semana laboral y decir: uf, lo conseguí, no puedo más.

Pues sí, lo recuerdo perfectamente porque la respuesta que recibí de una persona cercana fue: vaya tontería, también yo trabajé toda la semana. ¿Sabéis cómo me hizo sentir eso? como una mierda. Yo estaba orgulloso de lo que había logrado, para mí, era una auténtica hazaña.

Me había costado un esfuerzo absolutamente descomunal conseguirlo, levantándome cada día sin fuerzas por no haber sido capaz de dormir más de 4 o 5 horas, luchando contra la ansiedad de tener que ir a un sitio que no quería a enfrentarme a situaciones realmente angustiosas para mí. Superar el miedo paralizante que me genera la falta de anticipación a lo nuevo, a lo desconocido, a no saber aún bien lo que tengo que hacer y cómo hacerlo. El agotamiento y la fatiga extrema que me produce la interacción con los demás, la sobrecarga sensorial, los ruidos…

Todo eso unido a la falta de descanso, a no tener ni un día para mí sólo para poder recuperarme, provocaba que el viernes por la tarde me fuera directamente a la cama, encendiera la tele y pasara las horas sin enterarme siquiera de lo que estaba viendo. Sin querer cocinar, ducharme o bajar la basura. Atiborrándome de mierda prefabricada porque eso no conllevaba el gasto de una energía que no tenía, con mi cabeza navegando por el espacio exterior sin ser consciente del paso de las horas ni los días, sin hacer absolutamente nada.

Y así vas viendo tu vida pasar. Sin disfrutarla, sin poder vivirla, sin nada. Un ser casi inerte, como un mueble, cuyo único objetivo es recuperar para volver, un lunes más, a enfrentarte de nuevo a otra semana laboral que sabes que te va a destrozar, que va a acabar contigo. Bueno en realidad no lo sabes. Cuando estás metido en esa vorágine no eres consciente de que se te ha ido de las manos, de que eso no es «normal», de que a los demás no les pasa lo mismo, ni se sienten igual que tú. Ahí están todos para recordarte que ellos también están cansados.

Pero no, no es verdad. Los demás podían salir por la noche, podían levantarse al día siguiente habiendo dormido 4 horas e irse a hacer deporte o a pasar el día por ahí, podían volver a quedar con el resto y disfrutar de su tiempo libre, del fin de semana…

Los demás VIVÍAN Y YO NO. Y cuando al fin te das cuenta y vas al médico y le explicas que no puedes más, la respuesta que recibes es que “problemas en el trabajo tenemos todos”. ¡TOMA YA! Vete al médico te dicen, busca ayuda te dicen, la salud mental es importante te dicen.

Eso es lo que yo recibí por parte del sistema cuando busqué ayuda. “A mí me han duplicado los pacientes y no me quejo tanto”, me dijo. Te tomas esto y mañana a trabajar. Y te vas a casa pensando que te quieres morir porque no puedes más. Prefieres que te ocurra cualquier cosa, lo que sea antes de tener que volver al trabajo al día siguiente: caerte por las escaleras y romperte una pierna, que te ingresen en el hospital, sufrir un accidente… lo que sea, pero que ocurra algo que te evite tener que seguir pasando por ese infierno. ¿Y sabéis qué? Que al final ocurre.

La ansiedad es tal que desemboca siempre en un problema físico, te pones malo una o varias veces de distintas cosas y entonces… entonces el alivio que sientes es infinito. Descansas. En ese momento tienes muy claro que prefieres estar malo que ir a trabajar.

Y ahí pasa un fenómeno muy curioso. No quieres recuperarte, no quieres que eso nunca se acabe porque sabes lo que viene después. Sientes tanto pánico cuando tienes que ir al médico pensando que te puede dar el alta que no duermes, vomitas antes de ir, tienes taquicardia, sientes tu corazón latiendo a mil por hora a punto de explotar, entras en mutismo y no te sale la voz. Ensayas el discurso en casa una y mil veces delante del espejo. Vas todo el camino hasta la consulta rumiando en tu cabeza todo lo que tienes que decir, intentas llevar respuestas preparadas para todas y cada una de las preguntas que te pueda hacer y así vas alimentando tu ansiedad, dándole de comer hasta el infinito, como un circuito eléctrico al que le conectas un generador sin una resistencia. La tensión sube y sube hasta que explota.

Y siempre llega esa pregunta con la que no contabas, ese ataque verbal infravalorando y quitándole importancia a lo que te ocurre, y ahí te quedas mudo. No te lo esperabas y no eres capaz de responder, de defenderte. En cuanto sales de allí te cabreas contigo mismo porque empiezan a pasar por tu cabeza montones de contestaciones que podrías haber dado en ese momento, respuestas que te dan la razón y demuestran al otro lo equivocado que está y lo mal que te ha tratado pero… ahora ya es tarde, ya no valen.

Sientes ganas de llorar por no haber sido capaz de soltarle el “zasca” que se merecía en ese momento, y encima se queda con la sensación de que tiene razón él, que a ti no te pasa nada y eres un quejica, simplemente porque ante tal presión y situación no eres capaz de argumentar, a veces tan siquiera ni de hablar.

Cuando un autista dice que no puede más, es que no puede más, no es ninguna metáfora. Dejad de pensar que exagera, dejad de pensar que tiene que poder, dejad de juzgar las cosas solamente desde vuestras propias putas experiencias.

Si yo juzgase a las personas que me rodean desde mis propias experiencias cada vez que acuden a mí para que les resuelva algo, pensaría que son todos imbéciles y los trataría como tal, pero en vez de eso, prefiero comprender, aceptar y respetar, que su funcionamiento neurotípico tiene muchas dificultades en ciertas cuestiones que para mí son sencillísimas.

Llamadme raro pero yo, por increíble que me pueda parecer que no lo vean, entiendo que la otra persona lo esté pasando mal, entiendo que no sea capaz de resolverlo, entiendo que necesite mi ayuda y, en vez de invalidarla diciéndole que es un inútil, un vago y que hasta un niño podría hacerlo, dejo de juzgar el problema desde mi propia perspectiva, me pongo en su lugar, y empiezo a hacerlo desde la suya. Intento echarle una mano y darle «herramientas» para que pueda resolverlo.

Ser empático no es sentir lo que la otra persona siente, en absoluto, es más, es justo lo contrario: es respetar, comprender y ayudar a la otra persona aunque tú no estés sintiendo lo mismo que ella, es saber ponerse en su lugar sin estarlo.

Así que no, no es verdad: a ti, NO te pasa.

Sed Felices.

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