Conocéis esa sensación que se produce cuando tenemos que hacer algo que no queremos, esa sensación como de «uf». ¿Sabéis cómo os digo?, ese algo que nos bloquea, que nos impide levantarnos del sofá o ponernos en movimiento, nuestra cabeza no nos deja.
No sabemos por qué, muchas veces ni somos conscientes de ello, simplemente es un sentimiento de: «no quiero». Es algo similar a un cansancio extremo, a una pereza infinita, a una falta de ganas inmensas. Es una sensación tan profundamente intensa que nos retiene y nos paraliza.
Nuestra cabeza nos dice: «no, hoy no me apetece, mejor déjalo para mañana».
Es difícil de describir con palabras pero esa voz interior llega a tal extremo que es la culpable de que pospongamos algo tan sencillo durante días. En mi caso, es la responsable también de hacerme llegar tarde a muchos sitios:
– Llegas tarde.
– Lo siento, es que no quería venir.
Así es, tal cual os lo estoy contando. Me retiene hasta que me armo de valor y no me quedan más cojones que salir de casa. Sobre la bocina siempre, apurando hasta el último segundo. Siento como si me hubieran puesto una piedra de 1 tonelada encima y me pidieran que me levantara del sofá con ella encima. Todo eso me lo puede provocar simplemente el abrir la nevera, ver que se me han acabado los yogures y pensar: tengo que ir a comprar más que no me quedan.
«Es que eres un vago», «es que no haces nada», «¿todavía no has ido a por los yogures?», «no sé a qué esperas», «cómo puedes ser así», «otro día más y sigues sin ir»… ¿Os suenan de algo estas frases? Seguro que sí, probablemente os las hayan dicho montones de veces.
Pues no, no somos ni vagos, ni desastres ni nada que se le parezca: tenemos ANSIEDAD. La maldita y puta ansiedad. Y lo peor de todo es que la tenemos y no lo sabemos.
No conseguimos identificar el momento exacto en que se produce que «eso» que nos retiene y nos bloquea es: LA ANSIEDAD.
Pero… ¿por qué nos genera tanto problema algo tan aparentemente sencillo para todo el mundo como es ir al supermercado? A priori no parece que sea tan peligroso como ir a Mordor a tirar el anillo perseguido por miríadas de orcos o tener que enfrentarse a vida o muerte con un Balrog salido de las entrañas del mismísimo infierno.
Ni siquiera parece tan difícil como compartir habitación con Wednesday Addams. Uy, perdón, eso quizá para nosotros no sea tan complicado («guiño, guiño»). ¿Entonces? ¿Qué pasa? ¿A qué viene tanto drama? Os voy a contar cómo lo vivo yo, a ver si os suena de algo:
Lo primero es hacer la lista de la compra antes de ir, hasta aquí todo normal ¿no?, pues no. Fruta, necesito fruta. Empiezan los pensamientos, mi ansiedad se pone manos a la obra y recrea situaciones en mi imaginación que pueden suceder. Aparece en mi cabeza una imagen vívida, clara y nítida de las estanterías de autoservicio de la fruta. ¿Qué os pensabais? ¿Que iba a ir a un sitio dónde tuviera que hablar con la o el frutero? Ja, ja, ja, NO. La última vez entré en mutismo, me quedé totalmente en blanco porque me hizo una pregunta inesperada.
Recuerdo que aquel día llevaba toda la conversación que iba a tener ensayada de antemano (uy, espera, espera, que eso igual tampoco lo sabíais): lo que iba a pedir, cómo lo iba a pedir, incluso cómo iba a saludar y cómo me iba a despedir (pues sí, ensayamos todo eso antes de ir), peeeeero, me hizo una pregunta con la que no contaba y me quedé mudo durante un tiempo que no sé si fue una eternidad pero a mí desde luego me lo pareció. No recuerdo como salí de aquella, imagino que con alguna respuesta incoherente. Total, que autoservicio mucho mejor.
Empiezo a «ver» en mi cabeza aquello lleno de gente y ya me sube la ansiedad. Mi principal preocupación casi inconsciente es «no molestar». Sí, es una sensación como de: a ver si hay otra persona cogiendo la fruta y yo no quiero molestar. Siempre me mantengo en segundo plano, espero a que no haya nadie, prefiero dar una vuelta y estar atento, en alerta, siempre en alerta para captar el momento en el que no hay nadie y ponerme yo a ello. Prefiero dejar pasar a todo el mundo y ser yo el último. Lo mismo, por ejemplo, para subir al autobús.
Me pasa también si voy a la piscina, cuando llego nadando al final de la calle miro a ver si viene alguien detrás, espero y lo dejo pasar porque si no voy todo el rato en alerta pensando si le estaré molestando, como con miedo de que ocurra algo, con miedo de tener que interactuar con la otra persona para resolver alguna situación que pueda surgir. Con miedo a no saber qué es lo que hay que hacer en esos casos, qué y cómo es lo que hay que decir y hacer.
Si a esto en el súper le sumamos las luces intensas que hay, los villancicos sonando, la multitud y el ruido, mi nivel de alerta es tan alto que reduce notablemente mis habilidades sociales. En realidad me estoy haciendo daño a mí mismo por ponerme la venda antes de tener la herida, me estoy limitando por pensar en lo que va a ocurrir en vez simplemente de ir y hacerlo. Me estoy generando ansiedad y bloqueando a mí mismo por jugar a adivino imaginando situaciones desagradables que podrían ocurrir. No son mis habilidades sociales las que no me permiten resolver las situaciones, es el estado de alerta en el que me pongo el que lo hace.
Superado este primer «escollo» de «no molestar» tanto en autoservicio como en pasillos, no estorbando a nadie con la cesta, y el de tener que hablar con la pescadera para pedirle una lubina para hacer a la plancha sin entrar en mutismo (siempre pido lo mismo, así no hay sorpresas), ¿qué nos queda?, pues vencer al monstruo final para pasarse el juego (en sentido figurado que os veo venir). El momento «pagar». Debo decir, por sorprendente que parezca, que mi dificultad viene porque las chicas de las cajas siempre son muy amables y simpáticas conmigo.
Pero, ¿cómo es posible que esto sea un problema?, pues porque mantener una conversación improvisada con una desconocida, sobre temas banales además, no es sencillo para mí. Debo añadir que pongo todo de mi parte para conseguirlo porque valoro la amabilidad de quien me atiende.
Debo confesar y confieso que en alguna ocasión, al ver quién estaba en la caja, he decidido irme y volver en el otro turno. ¿Por qué?, pues porque han llegado hasta a invitarme a quedar y en ese tipo de situaciones no deseadas nunca sé cómo decir «NO». Me quedo sin palabras. Es como un sentimiento de vergüenza extrema que me impide responder y resolver la situación. Ansiedad máxima sólo de pensar que eso puede ocurrir.
Ir al supermercado, en ocasiones, es como cruzar las líneas enemigas bajo una lluvia de bombas.
¡No pienses! ¡Hazlo!
¡Sed felices!